07 febrero 2015

Chop suey

A María nunca le gustó el shusi, algo que me reconfortó saber porque parece que a todo el mundo le tiene que gustar el shusi. A ella lo que le gustaba era montar en metro. Tenía puesto en la nevera, sujeto con dos imanes en forma de pez, un mapa del mundo lleno de puntos rosas. Cada punto rosa indicaba que aquella ciudad tenía metro. Si junto al punto rosa había una cruz azul, el mapa decía que María ya había recorrido las entrañas de aquella ciudad.

Las ciudades con metro son, en realidad, dos urbes distintas: la que está expuesta a los fenómenos meteorológicos y aquella vampírica, a la que no puede dar el sol y que, por eso, se refugia bajo las aceras. Madrid, por suerte, es una de esas ciudades.

Existió, hasta hace poco, una estación fantasma en la línea 1. Y digo existió porque ahora es un museo y ha perdido toda su gracia. Cada vez que María iba en un convoy, abría los ojos con enorme expectación cuando éste se disponía a recorrer el tramo que va entre las paradas de Bilbao e Iglesia. Allí, de repente, surgía de la nada un andén solitario y lúgubre por el que nadie había pasado desde que fuera cerrado en el año 1966, cuando se decidió alargar las estaciones para que transitaran trenes con mayor capacidad. Hoy, sin embargo, más que un fugaz viaje al más allá, lo que María experimenta es la sensación de subir a una máquina del tiempo que la traslada, durante escasos segundo, décadas atrás. La que fuera la estación de Chamberí luce igual (o eso nos dicen) que antes de que echara el cierre, con los mismos anuncios publicitarios y la decoración a base de cerámica azul. El billete sencillo de metro, eso sí, cuesta 1 euro con 50 céntimos y no los irrisorios 10 céntimos de peseta que costaba en 1919, cuando se inauguró. Una ruina, vamos.

El subsuelo madrileño esconde, además, una especie de barrio chino concentrado por el que María siente especial fascinación. Cuando viajó a Pekín, hace cosa de dos años, cada esquina le recordaba al increíble mundo que se oculta bajo la Plaza de España, junto al parking y unas pocas capas terrestres por encima de la estación de metro homónima, y que se extiende en la superficie por la cercana calle de Leganitos. Ese pequeño universo chino escondido está formado únicamente por un restaurante y una tienda, pero es suficiente para crear una atmósfera pequiniana tan real que a María, cuando por allí pasa, le entra un desasosiego absoluto, pues tiene la sensación de que ha viajado a China sin la necesidad de volar durante más de diez horas. Y eso le turba.

El restaurante no le gusta, pero le maravilla la tienda, a la que acude a menudo a comprar noodles, salsa de soja, alga nori, dim sum... Porque aunque María aborrezca el shusi, adoraba la comida china y, por encima de todas las cosas, el chop suey, plato que prepara cada domingo por la noche a la hora de la cena. También adquiere, siempre que va a la tienda, uno de los muchos periódicos chinos que tienen. Mientras regresa a casa en metro, hace que lo lee aunque en realidad no entiende nada. Sin embargo, le agrada sentirse observada por la mirada atónita del resto de los pasajeros. Las hojas del diario las utiliza para envolver los aguacates y que maduren antes. Porque a María también le gusta el guacamole, pero esto ya es otra historia.

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